Los Mayores Cuentan

Blog participativo hecho por mayores para mayores

A la madre. Poema de Felisa Fernández

A la madre. Poema de Felisa Fernández

Felisa Fernández ha compartido con nosotros este poema que escribió a la muerte de su madre. No puede dejar de conmovernos a todos los que hemos vivido la dolorosa pérdida de nuestra madre. Gracias por compartir este sentido poema, Felisa.

El día que tú te fuiste

Se desgarraron las nubes

El cielo cómo lloraba

Mi alma se fue contigo

Envuelta en espuma blanca.

Cómo te siento conmigo

Cuando la vida me aplasta

Mi corazón se entristece

Y busco a esa nube blanca

Esa nube que algún día

Se reúna con mi alma.

Cuántas noches no dormidas

Cuantas lágrimas no lloradas

A la orilla de mi cama

Extendías tus alas blancas

Y mi cuerpo mejoraba

Por eso allí donde estés

Espérame a que yo vaya.

Pensamientos de un Cardenal. Relato de Carmen Jiménez

Pensamientos de un Cardenal. Relato de Carmen Jiménez

Le damos las gracias a Carmen Jiménez por este magnífico relato histórico.

En este amanecer lloroso y frío no puedo por menos de recordar, sin pretenderlo, sin premeditarlo y sin quererlo, cómo estoy inmerso en un mar huracanado, lleno de problemas externos e internos, en este Reino, del que me he convertido en Regente.

No encuentro sosiego en mis rezos, no hallo tranquilidad como antes, al acariciar y pasar las cuentas de mi rosario, dedicando esos momentos a la Virgen, Madre de todos nosotros, y no concilio el sueño desde que el rey Don Fernando se sumió en un eterno descanso y nos dejó a sus vasallos en estas áridas tierras castellanas en las que solo se respira el polvo de los caminos, levantado por los cascos de los caballos de los guardias reales.

Ay, querida Isabel, el día que te aconsejaron que yo fuera tu confesor, el día que decidiste que fuera tu consejero, el día que quisiste tenerme a tu lado, no te detuviste a meditar en ningún momento, que este humilde siervo de Dios, lo único que pretendía y deseaba era seguir con la labor de la orden conventual a la que pertenecía.

Ay, mi Señora, qué tremenda carga dejásteis después de vuestra muerte, sobre los hombros de este pobre franciscano. Nunca pensé, en ningún momento me imaginé, que la avaricia de poder y de riquezas estaría por encima del honor que se le otorga a alguien por la cuna en la que nace.

Las pretensiones de tu yerno Felipe llevaron a tu querido Fernando a refugiarse en su Reino de Aragón, pero las malas acciones se pagan y murió tan joven, que no le dio tiempo a degustar sus triunfos de malas artes y traiciones.

Pobre tu hija Juana, ¿enferma? Sí, muy enferma, pero no como pretenden hacer creer los que la rodeaban en Flandes. ¿Que su cabeza no funciona bien desde el día de su nacimiento? No, no es así, enferma sí, pero de Amor. Obsesionada por el marido que le buscasteis y del que se enamoró de tal forma, que en su cabeza lo único que existió, desde el mismo momento que le vio, fue Felipe, las caricias de Felipe y el entregarse de una forma tan brutal a los deseos de la carne, por complacer a su esposo, que todo lo ha magnificado hasta extremos insospechados.

Nunca reaccionará ya, nunca volverá a ser una mujer alegre y no se preocupará por nada. Solamente le interesó procrear para satisfacer a su marido, siguiéndole como un perro faldero a todas partes y acechándole en las esquinas del castillo, sorbiendo las babas que él le dejaba, después de someter a todas las doncellas de las que se rodeaba en la Corte de Flandes. Vos lo sabías muy bien y lo ocultabais a todo el mundo por vergüenza. Lamento que yo no la he podido ayudar, ya que nunca ha sido amiga ni de la Iglesia, ni de los eclesiásticos.

Me llamo Francisco Jiménez de Cisneros, y aunque mis padres me bautizaron con el nombre de Gonzalo, yo lo cambié cuando entré en la Orden Franciscana. Desde mi niñez me gustaron los libros y me dediqué al estudio. Desde mi estancia en Roma mi dedicación al Señor nuestro Dios, he tratado de llevarla desde la humildad y pobreza propia de la orden a la que pertenezco, pero me vi envuelto en las circunstancias que rodeaban mi vida.

He tratado de hacer las cosas lo mejor posible, pero dudo que, en muchas ocasiones, haya sido así y dudo también que lo consiga en lo sucesivo.

Desde mi puesto de Inquisidor, he pretendido ser justo y evangelizar en las tierras de más allá del Océano y también aquí en España, a cuanto infiel se ha puesto en el camino de la Iglesia.

Quizás por este nombramiento y también por el de ser ascendido en el seno de la Iglesia a Cardenal, por la recomendación del Rey Fernando, y ahora ser, a la muerte del Rey, el Regente del Reino, no gozo de lo que pudiera ser, precisamente una buena popularidad, ni en la Corte ni en el pueblo, e incluso me atrevería a decir que tampoco en el seno de la Iglesia.

Dios nuestro Señor sabe que estoy agotado, que he pretendido solamente servirle a Él y a nuestros Reyes y acatar las órdenes de nuestro Papa, que he tratado de ser justo, en la medida de lo posible, sin que haya pronunciado queja alguna, por lo que me ha tocado vivir sin quererlo y sin buscarlo.

Ya está el sol en lo alto, ha nacido otro día, pero es un sol tímido que no calienta, en este frío día, ni las paredes de este castillo, ni tampoco los pobres huesos de este fraile envejecido por la edad y los acontecimientos.

Me encuentro solo y no quiero pensar que hasta odiado, pero no estoy arrepentido. Isabel, Fernando, nadie sabrá muchas de las cosas que siempre callaré, y los que ahora me juzgan mal, quizás se equivocan. Yo sé que la Historia me absolverá y me pondrá en justo lugar.

Moriré siendo “el Cardenal“.

Ayuntamiento. Un relato de Mª Luisa Illobre

Ayuntamiento. Un relato de Mª Luisa Illobre

Mª Luisa Illobre vuelve a llevarnos a un nuevo escenario, sumergiéndonos esta vez en la vida de un pequeño pueblo de la España rural y haciéndonos partícipes de sus tensiones, conflictos, penas y alegrías sin salir de nuestra casa. ¡Muchas gracias, Mª Luisa! 

En un pequeño pueblo de León se situaba este Ayuntamiento que daba servicio a dos o tres pueblos de alrededor y que por supuesto tenían que acudir a Robledillo para solucionar los pequeños problemas que surgían. El Ayuntamiento estaba compuesto por una joven de la localidad como administrativa, un edil y un vecino que hacía las funciones de bedel, todos ellos regidos por el alcalde Moraleda de ochenta años, que llevaba en el cargo toda su vida.

Los vecinos, en su mayoría jóvenes, no estaban conformes con la manera de gobernar del anciano, ya que después de muchos años éste se negaba a las mejoras prácticas necesarias en el pueblo. Por tanto y después de muchos requerimientos se decidió hacer un pleno en el Ayuntamiento al que acudiría gran parte del pueblo, que asistió encantado.

Dos jóvenes fueron los encargados de tratar los asuntos, que fueron numerosos. En primer lugar, se debían instalar más fuentes de agua potable, ya que solo había una y no cerca del pueblo. Se debían pavimentar las calles puesto que seguían con los adoquines de toda la vida y era imposible transitar en coche. Otra cosa era la oscuridad. En el pueblo no existían nada más que unas cuantas bombillas con luz vacilante y tendrían que existir unos focos con altura que iluminaran bien el paseo por el que caminaban las parejitas hasta ahora. Y así hasta diez necesidades más en el pueblo.

El Alcalde no podía comprenderlo. Sentado detrás de la mesa notaba grandes sudores, un calor extraño le subía por todo el cuerpo ¿Qué quería esta gente? Si todo esto costaba un montón de dinero que el Ayuntamiento no tenía… Entretanto el público se había sublevado y empezó un vocerío enorme. A los jóvenes les parecía bien las propuestas, siempre que no tuvieran que tocar los bolsillos. Para los mayores era un disparate. ¡Si vivían de sus pensiones!  Aquello terminó sin solución a las diez de la noche. Unos criticaban a otros ya que éstos tenían dinero y los demás estaban a dos velas.

La mecanógrafa de administración decía a voces que lo suyo era un salario mínimo y el edil contestaba que lo que cobraba él sí que era miserable y hasta ahora no se había quejado.  Nadie se ocupó de que el Alcalde se había caído de su silla y se encontraba muy mal. Llamaron al médico dentro de aquel caos y fue llevado a su casa. Allí tranquilamente se fue calmando poco a poco, empezando a reconocer que el cargo le venía muy grande.

Han pasado tres meses y en Robledillo reina la tranquilidad. Ha tomado el cargo un nuevo alcalde que se ocupa de todo. Tiene cincuenta años, es abogado de profesión y ha establecido, con el acuerdo de todos, un recibo mensual de los vecinos para tener un remanente, ya que empezarán las obras dentro de un tiempo. Se han tomado en cuenta a las personas mayores, que deberán pagar menos.

Todo se soluciona en la vida.

Mecida en seda. Relato de Felisa Fernández

Mecida en seda. Relato de Felisa Fernández

Le damos la bienvenida a Felisa Fernández a nuestra sección de Cuentos y Relatos y le agradecemos esta historia tan original y misteriosa, que solo al final desvela toda su intriga. 

He vuelto al pueblo que me vio nacer. Situado en un valle, las montañas que le rodean parece que me hablan, me dan la bienvenida, quieren traerme a su regazo maternal.

Las calles tortuosas desembocan en la iglesia y el castillo, éste último de estilo mudéjar está situado en lo más alto, enseñando su grandeza. Más abajo, la iglesia del siglo XVII llama a la oración y el recogimiento. A la derecha mi calle empinada y sola, cómplice de mis juegos infantiles, donde resbalan los burros sus cascos en el suelo empedrado; la casa con un arco de piedra de medio punto en la puerta da sensación de tristeza y abandono.

Saco del bolso una llave grande, oxidada, entro dentro ¡me gusta su olor a madera vieja!

Mi madre, una anciana de pelo blanco y mirada bondadosa, sale de la cocina al oír abrirse la puerta. Nos damos un abrazo fuerte y esperado durante muchos años. Mi padre, en el portal, con un manojo de mimbre, está haciendo una cesta, que después utiliza para la vendimia, no se levanta para saludarme, solo me mira; teme mostrar sus sentimientos, pero yo que le conozco muy bien, sé que está deseando abrazarme, me acerco a él, trata de ocultar una lágrima indiscreta, le miró con ternura y se la limpio con las yemas de mis dedos, le beso y nos fundimos en un fuerte abrazo.

Un recuerdo de mi niñez viene a visitarme: veo a mi padre, un hombre joven y rudo, entrar por la puerta con un ramillete de campanillas que cogía para mí en las tierras de labranza. Yo lo recibía con los brazos abiertos deseando sentarme en sus rodillas al amor de la lumbre para que contara historias; aunque mis cabellos visten canas me parecen estas vivencias tan cercanas.

Salgo al patio, me apoyo en la vieja mecedora de mi madre, y desde aquí veo la higuera cómplice de mis juegos infantiles, ¡buscábamos quimeras! Sus ramas están secas, ya no hay lilas ni rosas, una niebla espesa tapa la maleza seca. ¡Qué dura es la vida cuando nada la llena! Me siento dentro del vientre de mi madre mecida en seda, después en su regazo de seda, sus ojos, mirándome con ojos de seda. Mientras la lluvia caía mansa, dando brillo a las hojas de los lilos y las rosas.

Las gotas plateadas caen y empapan la tierra, las gallinas escarban en ella, sacando las lombrices con el pico que comen con glotonería. ¡Mi madre! Nunca reparé en su pequeña estatura ¡la veía tan grande!

Una extraña atracción me hace levantarme de la mecedora como sonámbula, salgo de la casa, me dirijo al castillo, la noche es oscura, llueve, no se oyen mis pasos, el aire mueve una lata en el suelo de mi calle, haciéndola rodar con extraños remolinos; la lluvia azota mi cara, el viento me deja andar con mucha dificultad. A lo lejos, un perro aúlla.

Empujo la puerta del castillo que se abre sin dificultad. Entro en el patio. Siento un intenso frío, no es del cuerpo, más bien es de los sentidos o tal vez del alma. El puente levadizo está alzado, abajo el foso lleno de agua. Una leona se pasea cerca, fuera de su jaula. A la derecha una puerta abierta me invita entrar. Un gran salón aparece ante mis ojos. La escultura de don Álvaro de Luna, montado a caballo preside la estancia. En las paredes, diversos trofeos de caza. Subo por una estrecha escalera de piedra, me dirijo a una estancia ligeramente iluminada con velas. Un hombre sentado en una cama tiene en las manos una extraña baraja de cartas. De estatura normal tirando a baja, delgado, su piel cetrina, su mirada torva le da un aspecto siniestro. Debe de haber algo en las cartas que le aterroriza, porque su mirada se vuelve más dura.

En la misma habitación, escondida detrás de unas cortinas de terciopelo rojas, una joven y bella mujer de raza negra lleva un bebé de escasos días en sus brazos, lo aprieta en su regazo con temor de que alguien se lo arrebate. En la mano derecha lleva una pistola. Apunta con decisión al hombre a la cabeza. Corro hacia ella por detrás, intento sujetar su brazo, pero es como si mi mano no existiera, ella ni se entera. Suena un disparo. El niño rompe a llorar, asustado. Un chorro de sangre sale de la cabeza del hombre inundando la cama. La mujer se acerca con la pistola humeante y con toda frialdad, con su mano enguantada, la pone en la del hombre apuntando a su cabeza. Después sale de la estancia. Corro tras de ella, la leona sigue en el patio intranquila, la puerta de la calle está cerrada.

Con gran sorpresa salgo sin dificultad.  En la calle vuelvo la cabeza, la gran mole de piedra aparece a mi espalda entre sombras fantasmagóricas. Solo hay una ventana allá arriba encendida, las luces se apagan y se encienden de una forma extraña, hasta quedar completamente a oscuras.

Al día siguiente todos los periódicos del país se hacen eco de la noticia con unas escuetas palabras.  Al dueño del castillo, el multimillonario don Ildefonso de Sotomayor se lo han encontrado muerto. Todo apunta a un suicidio.

Ahora recuerdo esta historia: el hombre asesinado efectivamente es el dueño del castillo, lo compró a los herederos de un anciano Barón cuando éste murió. A pesar del rimbombante apellido era de origen francés, aunque de padres españoles exiliados de la guerra civil española. Se decía que era un hombre que había hecho su fortuna a base de negocios sucios, drogas, prostitución… Un ser cruel y sanguinario que utilizaba a las mujeres como una simple moneda para sus caprichos y beneficio. No tenía miedo a nadie ni a nada, solo a la magia negra que se practicaba muy a menudo en el castillo.

La mujer de color se llama a Dorotea y vino engañada por este hombre que le ofreció un puesto de trabajo. La trajo al castillo, encerrándola y abusando sexualmente de ella, siempre que quiso hasta dejarla embarazada. Cuando el niño nació, lo tuvo sola sin ayuda de nadie, el padre lo llevó rápidamente a la leona, que acababa de parir, para que lo amamantara y lavara con su lengua la sangre que todavía tenía el bebé. A la mujer la arrojó del castillo.

Cierro los ojos veo mi cuerpo inerte, cadavérico en la Facultad de Medicina, que durante meses nadie reclama, voy a ser descuartizada por manos extrañas para la ciencia. Alrededor de él hay varios estudiantes uno coge el escarpelo, saca mi hígado, se lo tira otro que le da de pleno en la cara, todos ríen. No siento ningún dolor. ¡Salgo de allí horrorizada! ¡no quiero! Deseo descansar en el panteón familiar junto a mis padres.

Miro al cielo pidiendo ayuda. De pronto me siento envuelta en nubes de algodón, me elevan más y más. Soy muy feliz.  Las nubes se van disolviendo, son los brazos de mis seres fallecidos que me rodean de amor. Una gran paz me inunda. Me siento mecida en seda.

Relojero. Un relato de Mª Luisa Illobre

Relojero. Un relato de Mª Luisa Illobre

Le damos las gracias a Mª Luisa Illobre por un original y entretenido relato.  ¡Nunca nos defraudas, Mª Luisa!

Un día más Anselmo Ruiz tomó su mochila en la que previamente había introducido un bocadillo y una botella de agua, encaminándose a la estación de METRO. El día se presentaba desapacible, cubierto de oscuras nubes y la lluvia no dejaba de caer. Después de media hora de viaje llegó a lo que durante veinte años había sido su lugar trabajo.

Se trataba de un pequeñísimo chiscón, en parte ocupado por la escalera que accedía al primer piso, cubierto por un pequeño cierre metálico y donde se dedicaba a toda clase de arreglos de relojería. Parte de sus amistades criticaban que después de tantos años debía de haber tratado de encontrar una forma mejor de llevar a cabo su trabajo. Pero él se encontraba bien ya que su padre se dedicó a lo mismo y precisamente en aquel lugar.

Estaba ocupado en reparar un viejo reloj de pared, cuando se presentó un anciano, bien vestido y después de saludar con acento extranjero, el relojero le preguntó el motivo de su visita ya que le parecía extraño su aspecto en aquel humilde barrio.

El anciano buscó en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo una cajita que contenía un precioso reloj de oro adornado por innumerables piedras preciosas que Anselmo pensó serían de gran valor. Ante su vista, Anselmo se quedó extasiado. Recordaba haber oído a su padre que antiguamente existieron solamente tres relojes con piedras preciosas similares cuyo propietario era un jeque árabe y que fueron robados de su harén en aquel tiempo. Después de interrogar a las concubinas que en él habitaban, fueron sometidas a enormes castigos, ya que alguna debía de ser la que hubiera cometido el robo. Pero nunca se supo quien lo hizo, y fueron expulsadas de allí. El relojero pensó que la historia del reloj de piedras preciosas perdido sería una invención de su padre y pronto la olvidó.

Pero al ver el reloj que le mostraba el anciano extranjero, pensó que éste podía ser el valioso reloj perdido. El anciano le preguntó si se lo podía dejar para que lo guardase, y quedó a su lado esperando una respuesta. Después de una pausa, el relojero le dijo que su trabajo era reparar averías en los relojes y que no podía guardar aquella joya de tanto valor, ya que por los alrededores se habían cometido ya varios robos.

Se despidieron amablemente y después de que el anciano diera varios pasos por la calle, Anselmo escuchó dos o tres descargas de pistola. Salió al exterior y en medio de la calzada se hallaba el anciano cubierto de sangre. Había sido abatido por un individuo que salió disparado. Ante los gritos del relojero se presentaron los servicios sanitarios que, en una ambulancia se llevaron al anciano gravemente herido.

Él volvió a su trabajo, ya que aquel viejo reloj de pared tenía una avería importante y su pulso se había alterado bastante. Pensó en el anciano, que seguramente ya no viviría. A su vuelta llamó al hospital donde fue llevado, pues su conciencia le llevaba a que él no le prestó demasiada atención cuando le visitó en su trabajo.

Una enfermera le informó de que acababa de fallecer, pero había dejado una cajita por si un relojero pasaba por ­­allí. Le fue entregada la caja en cuyo interior se hallaba un precioso reloj antiquísimo rodeado de piedras falsas, pero que él siempre guardó con un gran recuerdo hacia al anciano extranjero.

Laberinto. Relato de Mª Luisa Illobre

Laberinto. Relato de Mª Luisa Illobre

Le damos las gracias a Mª Luisa Illobre por compartir este cuento cuya lectura nos captura desde la primera línea.

En uno de los pequeños pueblos de Santander figuraba un enorme cartel: GRAN LABERINTO.

La cosa pintaba bien y durante sus vacaciones, la familia Serrano decidieron pasar a visitarlo. Se trataba de un gran espacio dividido en muchos senderos todos ellos rodeados de un enorme seto, con gran cantidad de indicaciones en las que se indicaba la forma de caminar para no perderse dentro. Pero la noche anterior algún gamberro se había dedicado a cambiar estas indicaciones y con esta gracia poder eliminar parte de la bebida que llevaba dentro.

La familia, con el fin de satisfacer los deseos de sus niños, niño y niña, compraron la entrada y penetraron allí. La madre no estaba conforme con la excursión y ante sus consejos de no alejarse de ellos comenzaron a caminar.

De momento no encontraron a nadie, pero los niños avanzaban más que los padres y poco a poco se fueron alejando unos de otros.  El camino era excitante, salían de un recodo y se encontraban con una gran recta que terminaba en una glorieta que según el cartel conducía a otra glorieta mucho mayor, pero no tenía salida, aunque en el indicador decía claramente SALIDA. La madre se fue poniendo nerviosa, había perdido a su marido y no sabía nada de los niños.

Fueron apareciendo unas nubecillas amenazadoras.   La señora Serrano tuvo la idea de llamar a su familia a grandes voces, pero el silencio era absoluto. En una de las mil vueltas, el niño encontró un pequeño perro, pero se dio cuenta que en un bulto de trapos y cartones se oía una respiración, lo retiró y en su interior estaba acurrucado un viejito de larga barba blanca. El susto fue enorme. No obstante, al preguntarle que por donde se salía, solo pudo balbucear un ruido incomprensible. Salió disparado sin saber qué dirección tomar, pero cada cartel decía siempre lo contrario.

Se acordó de su hermanita ¿dónde estaría? Empezó a gritar llamando a la niña. Silencio. En su carrera le pareció oír algo parecido a una música, pero era muy lejano. En otro de los recodos se encontraba un ser estrafalario que acercaba su mano pidiendo limosna. Salió de allí inmediatamente. El cielo se iba oscureciendo poco a poco y una lluvia finísima le caía en los ojos. De repente y en silencio apareció un grupo de personas. Trató de comunicarse con ellos, pero eran extranjeros. No sabía que idioma hablaban.

Continuó con su loca carrera sin saber adonde se dirigía, llamando a voces a la niña. Al dar la vuelta, en un rincón sollozando encontró a su hermana. Estaba empapada y tiritaba de frío y de miedo.

Se tomaron de la mano y empezaron a correr sin saber en qué dirección. Gritaban llamando a sus padres. A lo lejos divisaron una luz roja, pero estaba lejos. Corrieron hacia ella y resultó ser el luminoso de la entrada al laberinto.  Allí estaba el padre con el dueño del laberinto. Se atacaban con furia. El padre no podía contener el susto que habían pasado durante toda la tarde. PERO SUS HIJOS ESTABAN A SALVO.

A la media hora apareció la madre. Estaba también hecha un basilisco. Lo primero fue darle al dueño del laberinto dos sonoras patadas en la espinilla. Siguió llamándole todos los insultos que se le vinieron a la boca. Y por último se puso a sollozar a moco tendido. Tenía los zapatos destrozados y también venía empapada de la lluvia.

Fue una tarde de vacaciones inolvidable. No volverían a ninguna excursión sin datos previos de qué se trataba.