
Con este pequeño relato de Julián del Río estrenamos en este Blog un espacio para recoger recuerdos de la infancia y juventud de nuestros lectores. Recuerdos de un mundo muy diferente al que vivimos en estos tiempos, pero que nos ayudan a entender quienes y cómo somos hoy y nos traen inspiración para construir, sobre nuestras experiencias pasadas, nuestro futuro.
Gracias, Julián, por romper el hielo con un relato tan cálido y entrañable.
Transcurrían los años 50 y 60 del siglo pasado, y mis recuerdos son los de cualquier niño por aquel entonces en el medio rural que era donde yo vivía. Recuerdo que debíamos ir a besar la mano del cura cuando pasaba cerca de donde estábamos jugando y otro tanto ocurría cuando pasaban los guardias, que debíamos ir a saludarles con las buenas tardes.
Era una época de vida sencilla, en la que para ir a por pan, por ejemplo, te daban un vale que se lo dabas al panadero y éste te daba una hogaza; para ir a la carnicería te daban una tarjeta, que según la cantidad que pidieras, te hacían una muesca o varias. Así mismo, si se necesitaba aceite, o cualquier cosa de ultramarinos, tus padres te mandaban a la tienda, donde te daban lo que habías pedido y luego lo apuntaban. Lo mismo ocurría si necesitabas cosas de ferretería o lanas o una tuerca o simplemente una bobina de hilo, te lo daban en la tienda e igualmente lo apuntaban.
Todo esto lo liquidaban cuando pagaban el cereal o en el caso de mis padres, cuando liquidaban la resina, o cuando daban las suertes de leña. Era cuestión de confianza, de tal manera que, si necesitabas un apero de labranza o cualquier otra cosa, y se lo pedías a un vecino, te contestaba: “ya sabes dónde está, lo coges y me lo vuelves a dejar después en su sitio”.