Muchas gracias a Mª Luisa Illobre por esta historia tan inspiradora.
Después de treinta años como director de una oficina del BANCO NORTE le comunicaron que ésta iba a desaparecer, ya que su negocio pasaba a la Central, y que él por tanto debía dejar su trabajo, con unas buenas condiciones de prejubilación.
Le pareció perfecto, ya que después de tanto tiempo estaba harto de la cantidad de problemas que tenía que solucionar a diario y a Don Nicolás Fernández le iban pesando los años.
No era solo el trabajo lo que le incordiaba. Su matrimonio no era una balsa de aceite. Su esposa después de veinte años se había vuelto contradictoria, soportaba mal sus costumbres y las discusiones eran diarias. Los dos hijos adolescentes tampoco le entendían bien y no se relacionaban con él si no era para pedir algo de dinero, las llaves del coche y más. En resumen su vida no era lo que él quería.
Tomó la resolución de ir a un Monasterio durante una temporada. Descansaría y vería las cosas de otro modo. Llegó al Monasterio de Santa Clara en las montañas del Pirineo donde fue recibido por el padre Prior, quien le informó que debía estar conforme con las normas establecidas, entregándole un cuaderno donde figuraban las normas de la vida monacal, como ya lo hacían dos o tres huéspedes más. Le condujo por un largo pasillo a su celda donde viviría. Una tenue luz iluminaba la estancia en la que había solamente la cama, una pequeña mesita y un lavabo. Su impresión fue deplorable aunque no lo manifestó al monje que lo acompañaba. Estaba rendido. El tren había tardado varias horas en llegar y tenía un gran cansancio. Se acostó directamente ya que quería leer las normas del cuaderno, pero el sueño le venció rápidamente.
No debía haber pasado mucho tiempo cuando le despertó el canto de un gallo con una potencia enorme. Al instante tocaron las campanas y creía que debía estar amaneciendo pues apenas entraba luz por la ventana. Se incorporó y salió al pasillo, ya que tenía necesidad de ir al baño, que estaba desierto. Inmediatamente fue un altavoz lo que atronó el espacio informando que debían pasar a la capilla para el rezo matutino y seguidamente ir al comedor para el desayuno.
El desayuno tampoco fue lo que él acostumbraba. Un monje pasaba por las varias mesas ocupadas por la comunidad y repartía un enorme trozo de pan y un tazón grande de leche. Alguno pedía un pequeño chorrito de café.
Lo que no olvidaría nunca fue su salida por la mañana. Era un día espléndido con un sol radiante que hacía brillar la cantidad de rocas que rodeaban el Monasterio. El suelo cubierto de sembrados de un verde radiante . El aire que se respiraba entre aquellas montañas era completamente distinto al de la ciudad.
Pensó en las mañanas tan distintas en su despacho rodeado de papeles, talones, impagos, conversaciones difíciles con los empleados… Qué distinto era todo. Allí era la tranquilidad al máximo. No le importaba tanto tener aquella pequeña celda, la incómoda cama, las comidas escasas compuestas mayormente de verdura y patatas que los monjes cultivaban en sus huertos y que él comía con agrado.
Pasó veinte días en el Monasterio saliendo a despedirle el padre prior, que le felicitó por haber cumplido siempre las reglas de la comunidad. Al volver a su casa había cambiado. Y comenzó a comprender que era una persona afortunada, con una buena familia y una excelente situación para comenzar una nueva etapa de su vida.