
Era una oscura noche de Diciembre, llovía intensamente, el frío se calaba hasta los huesos y era prácticamente imposible caminar. Una pareja volvía de una granja vecina en la que habían robado dos gallinas que escondían entre los abrigos que apenas cubrían su cuerpo. Faltaban varios pasos para llegar al cementerio del pueblo cuando la mujer le dijo al marido que no podía caminar más. Tenía los pies empapados y no podía seguir andando. Entre la oscuridad divisaron una pequeña caseta dentro del camposanto. Se acercaron ya que normalmente la puerta del cementerio estaba cerrada, pero en aquel momento no tenía el candado puesto.
Penetraron en la caseta. Se trataba de un pequeño espacio lleno de humedad pero allí no se mojaban. La mujer soltó a las gallinas que no cesaban de cacarear y se acomodaron como pudieron en un rincón.
El silencio fuera era absoluto, pero ellos estaban tiritando, no se sabe si por la mojadura o por el miedo que sentían en aquel lugar.
Pasados unos minutos empezaron a oír algo que no sabían qué era. A ella le parecía el maullido de un gato, pero no era precisamente esto. Más bien era como un lamento lejano. El terror se apoderó de ellos. Las gallinas cada vez hacían más ruido y ellos se abrazaron, pues aquello se oía cada vez más cerca. De pronto y con un gran chirrido la puerta se fue abriendo lentamente y a media luz se introdujo un enorme gato negro que hizo que las gallinas, al notar su presencia, volvieran a su alboroto. La pareja se fue tranquilizando ya que no podían salir de su escondite pues la lluvia arreciaba cada vez más.
Pasaría más o menos media hora cuando el lamento se hizo cada vez más intenso. Ahora ya no era solo un gemido, se oían en la lejanía varios más. Aquello era aterrador y el hombre y la mujer seguían fuertemente abrazados. Ahora notaban como una especie de fogonazos cuyo resplandor se introducía por las ranuras de la pequeña caseta y los lamentos se acercaban cada vez más.
Poco a poco se fue haciendo de día, la lluvia seguía cayendo acompañada de fuertes truenos. En el interior de la caseta ya no se oía ningún ruido. Los dos al final estaban profundamente dormidos cuando de repente se abrió la puerta por la que penetró dando grandes voces un individuo enorme. Era el guardián del cementerio, que armado de un gran palo intentó apalearles, pero cuando le contaron la historia se fue apaciguando. Les dijo que no volvieran a aparecer por allí, sobre todo de noche. Los sonidos que había oído eran de los muertos, que no admitían a nadie en sus dominios.
Escarmentados, el matrimonio, al siguiente día se personaron en la iglesia del pueblo y después dejaron las dos gallinas allí para que se pudieran alimentar los indigentes que estaban en la puerta.